Eliodoro
se levantó junto con el sol, ese día a diferencia de otros, su ánimo estaba
mucho mejor, no se sintió vacío como casi siempre. Así que se dirigió al baño y
se bañó disfrutando del agua al grado que terminó chiflando una melodía que no
existía.
Cuando
estuvo vestido, se sorprendió del hambre que sentía, por lo tanto salió de casa
y se dirigió con diligencia hacia el cercano mercado, a sólo unas cuantas
cuadras de su casa. Rápidamente se dirigió a la zona de la comida preparada y
se sentó en la barra del puesto de Doña Agustina, y sin mediar saludo pidió un
plato de menudo y tortillas hechas a mano. Comió rápidamente, pagó su consumo y
salió a la calle.
Cuando
el sol le dio en el rostro, descubrió que nuevamente se hacía presente la tristeza.
No encontró satisfacción alguna en lo comido, no encontró razón para sentirse
satisfecho. Ya no supo qué hacer, así que empezó a caminar sin objetivo fijo,
no iría a ningún lado, no regresaría a casa, sólo empezaría a caminar sin rumbo
fijo. Caminó sin mirar a ningún lado, sin fijarse en las personas con las que
se cruzaba, sólo caminaba, caminaba, caminaba.
La
oscuridad que le rodeaba y lo dificultoso del camino le regresaron al mundo
real del que había salido sin proponérselo cuando salió del mercado desde muy
temprano, tropezó con algo y al tratar de fijarse en la causa de su tropiezo descubrió
que no podía distinguirlo, la noche era oscura, cubierta de nubes, sin
estrellas, sin luna, sin los reflejos de ciudad alguna. Mucho habría de haber
caminado para estar en un lugar así, desconocido.
Su
ensimismamiento lo habría conducido a un sitio desconocido, donde no sabía
hacia dónde dirigir sus pasos, si es que tuviera deseos de dirigirse a algún
sitio en especial.
No
lo tenía, ni le importaba el lugar donde se encontraba, ni si era un buen lugar
o si sería peligroso estar ahí. Sólo se detuvo a pensar el porqué le preocupaba
el que pudiera tropezar o correr el riesgo de lastimarse, él sabía que estaba
triste, no sabía por qué estaba triste, pero sabía que lo estaba. Su tristeza lo
arrastraba, lo dominaba y no estaba dispuesto a luchar en contra de ella. Ya
formaba parte de él desde hace mucho tiempo; no sabía desde cuando era parte de
su día, de su sueño, de su llanto.
Lloraba
durante horas hasta que el sueño le cerraba los ojos a las lágrimas; y al día
siguiente eran sus ojos abarrotados de lágrimas acumuladas los que le regresaban
a la realidad, ya que apenas iniciaba el día, se inundaban nuevamente con las lágrimas
acumuladas durante las horas de sueño.
Su
tristeza era su vida y su muerte no buscada. Su tristeza era indefinida, no
sabía si era por él mismo o por otra persona que él se sentía así. Sabía que no
era por descubrirse viejo y sin medios para vivir, porque aunque viejo no era ni
se sentía, tenía los medios para vivir, los suficientes para sobrevivir como fuera.
Sabía que no era por una mujer, sabía que no era por la muerte anunciada de parientes
o amigos, sólo sabía que su tristeza estaba ahí, inamovible, insostenible,
insospechadamente triste.
Ahí
se detuvo, no había adonde ir, no había nada para esperar. Ahí se detuvo todo.
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