martes, 3 de enero de 2012

FUE SU CULPA



Cuando encendí el motor, me sorprendí por su sonido, no me lo esperaba, pensé que sería como cualquier otro auto, pero no lo era. El motor ronroneaba en ralentí y al presionar rápidamente el acelerador, soltándolo de inmediato el auto rugía imperioso, deseoso de salir raudo por el camino. Se balanceaba impetuoso con cada apretón del pedal.
Así que con cuidado, retrocedí hasta sacarlo a la calle y lo enfilé hacia la carretera, estaba deseoso de probar su poder, medir su fuerza enfrentándolo a mi valor y mi pericia. Su potencia era exorbitante, y sus respuestas muy predecibles a mi conducción. Era dócil e impetuoso a la vez. Conforme fui conociendo sus respuestas, mis exigencias eran mayores, quería exprimirle toda su potencia, llevarlo a su límite, probar sus inexactitudes cuando rebasara sus limitaciones, pero era mejor auto de lo que yo creía, con un chasis fuerte y rígido, una suspensión equilibrada y dócil dirección que obedecía al más mínimo movimiento sin ofenderse por los bruscos giros que le imponía. Eso me dio más confianza.
Llegué muy pronto al primer destino no planeado, Izúcar de Matamoros en Puebla. Ahí llené el tanque de gasolina, revisé los niveles personalmente y tomé la decisión de ir hasta Oaxaca. Iría por la federal, llena de curvas, llena de pueblitos, con subidas y bajadas. Quería encontrar sus límites, en algún lado deberían de estar, sentir como el auto quedaba fuera de control y usar mis habilidades para sacarlo del mal camino tomado.
Ya era un reto personal, ya apenas había logrado hacerle patinar un poco descontroladamente, pero no había logrado que perdiera su dignidad de auto perfecto.  Y eso era lo yo que quería, que perdiera su dominio para poder decir que lo había domado, que esa bestia salvaje era dominada por mí. Bajé hasta Huajuapan de León y de ahí tomé hacia San Agustín Atenango, pasando por la presa de San Francisco Yozocuta, que ricas curvas, intensas, pero bien trazadas, demasiado bien trazadas.
Cinco horquillas antes de las rectas del vallecito siguiente, y después la última horquilla antes de San Marcos Arteaga. De ahí curvas normalitas todas a mas de 160 kilómetros por hora, los neumáticos rechinando sonoramente en cada de una de esas bellas curvas. Y de repente atravesamos raudamente el Boquerón… Qué lindo puente, si me hubiera bajado, si me hubiera detenido para bajar a la cueva o para pasear por ahí un rato, no hubiera sucedido nada.
Pero no, me seguí sin escucharme ni tantito. Llegué a Tonalá, pasé despacito, con cuidado y apenas saliendo, le di duro al pedal, alcancé los 254 kilómetros por hora, el motor rugía intensamente, melodiosa y escandalosamente, y casi así fue que pasé Atenango, muy rápido, ni tiempo me dio de pensar que estaba pasando por un pueblito, pero no pasó nada, en esos lugares nunca pasa nada. Cuatro calles que se dejan ver desde la carretera. Nada más.
Pero en San Francisco Paxtlahuaca apenitas saliendo de la curva, alcance a ver que algo pasaba sobre mi cabeza, no supe que fue, no escuché nada que no fuera el rugir del motor, pero adelantito me di cuenta de las manchas de sangre sobre el parabrisas. Algo había sucedido, bajé de inmediato la velocidad y por el retrovisor vi como se empezó a juntar la gente a media carretera, eso era peligroso, los podían atropellar. Me detuve, algunas personas se empezaron a acercar al auto, insultaban, golpeaban, gritaban. Cuando quise acelerar, ya no podía sin lastimar a alguien, me bajaron, me golpearon, incendiaron el auto frente a mí, se hicieron justicia, nunca supe que pasó, nuca supe nada más. Seguro fue su culpa, por cruzar sin fijarse, están acostumbrados a que casi nadie pasa por aquí, ya ni voltean a ver, segurito fue su culpa.