Cuando encendí el
motor, me sorprendí por su sonido, no me lo esperaba, pensé que sería como
cualquier otro auto, pero no lo era. El motor ronroneaba en ralentí y al presionar rápidamente el acelerador, soltándolo de inmediato el auto rugía
imperioso, deseoso de salir raudo por el camino. Se balanceaba impetuoso con
cada apretón del pedal.
Así que con cuidado, retrocedí hasta sacarlo a la calle y lo enfilé hacia
la carretera, estaba deseoso de probar su poder, medir su fuerza enfrentándolo
a mi valor y mi pericia. Su potencia era exorbitante, y sus respuestas muy
predecibles a mi conducción. Era dócil e impetuoso a la vez. Conforme fui conociendo
sus respuestas, mis exigencias eran mayores, quería exprimirle toda su potencia,
llevarlo a su límite, probar sus inexactitudes cuando rebasara sus
limitaciones, pero era mejor auto de lo que yo creía, con un chasis fuerte y rígido,
una suspensión equilibrada y dócil dirección que obedecía al más mínimo movimiento
sin ofenderse por los bruscos giros que le imponía. Eso me dio más confianza.
Llegué muy pronto al primer destino no planeado, Izúcar de Matamoros en Puebla.
Ahí llené el tanque de gasolina, revisé los niveles personalmente y tomé la decisión
de ir hasta Oaxaca. Iría por la federal, llena de curvas, llena de pueblitos,
con subidas y bajadas. Quería encontrar sus límites, en algún lado deberían de
estar, sentir como el auto quedaba fuera de control y usar mis habilidades para
sacarlo del mal camino tomado.
Ya era un reto personal, ya apenas había logrado hacerle patinar un poco
descontroladamente, pero no había logrado que perdiera su dignidad de auto
perfecto. Y eso era lo yo que quería,
que perdiera su dominio para poder decir que lo había domado, que esa bestia
salvaje era dominada por mí. Bajé hasta Huajuapan de León y de ahí tomé hacia
San Agustín Atenango, pasando por la presa de San Francisco Yozocuta, que ricas
curvas, intensas, pero bien trazadas, demasiado bien trazadas.
Cinco horquillas antes de las rectas del vallecito siguiente, y después la
última horquilla antes de San Marcos Arteaga. De ahí curvas normalitas todas a
mas de 160 kilómetros por hora, los neumáticos rechinando sonoramente en cada
de una de esas bellas curvas. Y de repente atravesamos raudamente el Boquerón…
Qué lindo puente, si me hubiera bajado, si me hubiera detenido para bajar a la
cueva o para pasear por ahí un rato, no hubiera sucedido nada.
Pero no, me seguí sin escucharme ni tantito. Llegué a Tonalá, pasé
despacito, con cuidado y apenas saliendo, le di duro al pedal, alcancé los 254
kilómetros por hora, el motor rugía intensamente, melodiosa y escandalosamente,
y casi así fue que pasé Atenango, muy rápido, ni tiempo me dio de pensar que
estaba pasando por un pueblito, pero no pasó nada, en esos lugares nunca pasa
nada. Cuatro calles que se dejan ver desde la carretera. Nada más.
Pero en San Francisco Paxtlahuaca apenitas saliendo de la curva, alcance a
ver que algo pasaba sobre mi cabeza, no supe que fue, no escuché nada que no
fuera el rugir del motor, pero adelantito me di cuenta de las manchas de sangre
sobre el parabrisas. Algo había sucedido, bajé de inmediato la velocidad y por
el retrovisor vi como se empezó a juntar la gente a media carretera, eso era
peligroso, los podían atropellar. Me detuve, algunas personas se empezaron a
acercar al auto, insultaban, golpeaban, gritaban. Cuando quise acelerar, ya no
podía sin lastimar a alguien, me bajaron, me golpearon, incendiaron el auto
frente a mí, se hicieron justicia, nunca supe que pasó, nuca supe nada más.
Seguro fue su culpa, por cruzar sin fijarse, están acostumbrados a que casi nadie
pasa por aquí, ya ni voltean a ver, segurito fue su culpa.